La villa que convirtió una anchoa en un pequeño lujo cotidiano

Pocas historias gastronómicas son tan discretas y, a la vez, tan obsesionadas con el detalle como la de la anchoa del Cantábrico. En Santoña, una villa marinera que vive a ritmo de mareas, se ha perfeccionado un ritual que empieza mucho antes de abrir una lata: elegir el momento exacto de captura, trabajar el pescado en sal durante meses y convertir cada lomo en una pieza limpia, firme y brillante. No hay fuegos artificiales; hay paciencia, manos expertas y un gusto por hacer las cosas bien que se transmite de generación en generación.

La “costera” es la palabra clave. Es ese periodo del año en el que la especie alcanza su punto óptimo de grasa y sabor. En la anchoa —el bocarte— la primavera manda. Se selecciona en lonja por tamaño y frescura, porque lo que no está perfecto al principio, no se arregla después. Y a partir de ahí comienza un viaje silencioso: salazón, reposo y tiempo. El tiempo lo afina todo.

La maduración no es un truco, es un oficio. Los peces se colocan en capas con sal, se prensan para que pierdan agua y grasa, y se dejan evolucionar hasta que el color, el aroma y la textura “dicen” que ya están listos. Solo entonces llega el momento más delicado: lavar, retirar la piel con un escaldado preciso, “sobar” a mano para quitar cada espina y recortar los filetes uno a uno. Ese gesto, repetido miles de veces, es el que convierte un bocarte en una anchoa de las que te hacen bajar el ritmo al primer bocado.

La escena final también importa: los filetes se ordenan a mano dentro de latas o tarros como si fueran tejas, se cubren con aceite —que protege y redondea el sabor— y se cierran herméticamente. Parece sencillo, pero cada decisión cuenta: qué aceite, cuánto, cómo se coloca el lomo, cuánto se deja reposar la conserva antes de salir al mercado. El objetivo es siempre el mismo: abrir y encontrar regularidad, limpieza y un punto salino que invite a repetir.

Santoña no vive solo de la anchoa. El Bonito del Norte y su ventresca son otra cara de esa misma devoción por la temporada y el corte. Captura selectiva, lomos enteros, frascos transparentes que enseñan lo que esconden: un pescado terso, claro, jugoso. Esa coherencia —elegir bien, tratar bien, envasar bien— explica por qué estas conservas han pasado de ser un recurso de despensa a un pequeño lujo que llevamos a la mesa sin ceremonia.

Detrás de cada etiqueta suele haber una familia, una fábrica que huele a mar y a sal, y una cadena de decisiones que se toma pensando en el paladar, pero también en el entorno. Es la parte menos visible: la que habla de artes de pesca cuidadas, de materia prima local y de procesos que buscan constancia sin perder el alma artesanal. Cuando todo eso se alinea, una lata deja de ser un envase para convertirse en una historia bien contada.

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